En el vagón viajaba, no el escritor que triunfó en vida, sino un viejo y destruido hombre que intentó ser cualquier cosa; diplomático, periodista, funcionario, escritor, comerciante, soldado, gobernador ilegitimo. Solo tenía 57 años, pero el paludismo, la intensidad con la que vivió se lo estaban cobrando en vida. Junto a él viajaban personas que no tenían nada, ni siquiera el derecho a morirse cerca de las tumbas de los suyos, desterrados por la guerra mas reciente. Jorge los detalló, no hablaban, era como si en el vagón se hiciera un velorio, y a eso olía, a muerto con un vago consuelo de incienso, todos mirando un punto perdido, con la expresión de ya no querer pensar más, de no interesarles que había para ellos en esta vida.
El tren empezó a detenerse. Jorge reaccionó, estaban entrando en la estación, esperó que las almas en pena, que lo habían acompañado, terminaran de descargar sus equipajes embalados en el último momento, en la huida de una madrugada de miedo. Él fue el último en descender del vagón y se arrepintió, pues de haber sido el primero, no habría tenido que ver la tristeza que lo había acompañado durante todo el viaje multiplicada por decenas. Todos los vagones, cada uno de ellos, descargando la misma desesperanza en los andenes de la estación, recordó un verso desesperanzador de la Divina Comedia que le leyó su padre una tarde remota.
Llevaba tiempo suficiente viviendo en Ibagué, pero nunca la había descubierto. Esa vez Jorge Isaacs levantó la vista y al fin observó. A su espalda la sucia estación ferroviaria, al otro lado de la avenida que conducía al cementerio, el planchon que era el matadero que ocasionalmente había servido y serviría alguna vez más para las ejecuciones públicas y apresuradas, viviendas que servían para lo que servirían en cualquier pueblo alrededor de una estación: graneros, cantinas, burdeles. Pero algo llamó su atención, eran las personas, la gente en Ibagué no eran ibaguereños, eran cientos de desarraigados y desplazados que habían llegado a ese pueblo de distantes puntos geográficos sólo por la necesidad básica de sobrevivir, pero no sentían que ésa fuera su tierra, y esperaban que la Divina Providencia les concediera la gracia de no tenerse que morir en esas calles ajenas. Jorge cruzó la avenida, tendría que rodear el matadero para alquilar una mula que lo llevara a su residencia. Fue un trayecto largo para su estado anímico, y por primera vez se sintió cercano a la gente que compartía ese trozo de tierra con él, tenia mucho en común con ellos, moriría lejos de la tierra de sus amores, anhelando la de su infancia. Descubrió que Ibagué estaba lejos del Paraíso.
Santiago Ramírez (Valle de San Juan)
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