El invierno terminó, ha sido el peor que haya sobrevivido, inclemente, lleno de miserias.Tal vez todos los inviernos son así, solo que antes andaba con la manada y … bueno, eso hacia más pasables los inviernos. Ahora soy un merodeador solitario.
Sobreviví consumiendo carroña, atacando a famélicos granjeros y a hambrientos prófugos, nada lo suficientemente importante o delicioso como para que alguien se alarme, hasta ahora he sobrevivido, pero la primavera luminosa y sonora se torna traicionera.
Las mañanas frescas invitan al señor de estas tierras y a su corte a salir de cacería, los granjeros de la primavera son rollizos y corpulentos, hasta los perros de las granjas son más gordos que yo, no existe oportunidad de probar la frescura de una pieza tierna, de grasa jugosa y sin asomo de ranciedad.Ando por el borde a la espera ansiosa de la oportunidad, solo soy la sombra que se arrastra por el bosque temerosa, pero por ello peligrosa, he dejado atrás el instinto salvaje que dan los bríos de la juventud, tanto tiempo solo me ha obligado ha pensar, a concebir planes eternos, a calcular posibilidades, a vislumbrar cualquier duda como una posible falla.
Pero el premio me está rondando, lo puedo atrapar en la punta de mi lengua, viste una gris caperuza que hace juego con el gris rubor de sus mejillas, mis sentidos tocan la calidez del rostro, congestionado por el latir de un corazón joven.
Todo ocurrió a inicios de estación, estaba entretenido escrutando madrigueras y agujeros en mi pequeño dominio de miserias, entre el roble de los murciélagos cerca del arroyo y el sendero de las siete cruces, cuando tropecé con ella, y si no hubiese sido por la inocente reacción de ella y mi confusión, habría saltado y… seguro hubiese sido mi ultima cena antes de ser cazado y convertido en triste trofeo.Como lo recuerdo, ella me confundió con un perro extraviado y hambriento, acarició mi lomo, yo lamí con hambre su mano, en especial entre la unión de sus deditos, blancos como la pulpa de las manzanas maduras, excitante dolor y deseo, hambre saciada no con cualquier cosa, sino con placer.
Sacó de su cesta un bollo de trigo humeante, y un trozo de pastel de frutos secos tostado y acaramelado, los puso en mi hocico y después de una caricia a todo lo largo de mi espinazo siguió el camino al sur del sendero de las siete cruces.Me escondí entre los setos de la vereda. Al atardecer, entre la penumbra del camino la vi aparecer de nuevo, la seguí hasta su casa. Me decepciono al principio, pues no era el sitio ideal; granjas cercanas, transito constante de carretas y viajeros, pero ya lo dije, me he vuelto paciente, poseo la paciencia de los despojados.
Se volvieron usuales nuestros encuentros una vez por semana. La seguía hasta la casa de la abuelita, que era a donde ella iba esas veces en que se detenía a jugar conmigo y en las que yo intentaba perderla por el bosque a un sitio más seguro y discreto.Por fin después de muchas dudas, de azucarados pasteles de harina y frutas y de definir el plan, tome la decisión.El secreto de mi plan perfecto es no dejar rastros, ni una fibra de ropa manchada de sangre, ni la astilla de un hueso, es tragar entero, que no quede nada para el fatal hallazgo que tanto perturba a los hombres.
Ese día la esperé en el mismo sitio, la misma rutina de caricias, no había que ocasionar sospechas, la tierna despedida y el hambre ansiosa jugando en mi barriga. Corrí por el atajo del arroyo.Jadeando llegué a la puerta de la abuela y como la sombra que soy me deslice por ella, entreabierta para la nieta, adentro el olor a humedad y decadencia, la mugre infinitamente acumulada y el desorden de telarañas. Olfatee mas profundo hasta captar un olor más viejo y añejo, lo percibí, y lo halle entre montañas de edredones y almohadones de plumas, perdido y casi inadvertido un cuerpo pequeño y encogido, frágil. Salte y vi la mueca de pavor, no vi más.
Al principio pareció imposible, pero luego tan solo fue difícil, engullí como observe que lo hacen las serpientes con los ratones, module las contracciones de mi traquea, evite el espasmo. No dejar un desastre de restos mutilados y sangre salpicada, mi plan perfectamente elaborado.
No puedo decir que la sensación de un cuerpo entero en la barriga sea algo agradable, pero la vieja era el aperitivo, la forma de acostumbrar mi cuerpo para el plato principal. Además tenía a favor la suave cama para descansar la enorme llenura, el lugar perfecto. Me hundí entre los edredones, hasta saber que no era más que un bulto.
Sentí cuando llego, abrió la puerta y entró la brisa de la primavera a la triste estancia, luego comprendí que no era la primavera fastidiosa y empalagosa, era ella, lamía su dulzura, ya deseaba tenerla adentro y dormir soñando con la lenta digestión de su cuerpo en mi barriga. Temblé, y el pelo de mi lomo se erizo, ella se acerco a la cama con esa sonrisa y empezó a hablar, yo gruñía, pero supongo que la anciana a duras penas susurraría, por que ella con su cesto en el brazo no se inquieto y siguió hablando, confiada se trepo a la capa y lentamente se acerco a mi, retirando con cuidado los edredones, como temiendo romper algo. Que hermoso cuando la presa se entrega a ti, cuando no hay que perseguirla, desmoralizarla y acorralarla, el premio perfecto. Solo vi su expresión de tristeza, no vi más.Me deje caer hasta el fondo de los cojines de plumas y me dispuse a disfrutar el placer alojado en mis entrañas, y dormí.
Acabo de abrir los ojos, pero parece que no he despertado, y que estoy atrapado en una pesadilla. Un dolor de agonía en mis tripas, pero miento mis tripas están a un lado arrancadas, las reconozco. No es dolor, es la sensación de ser solo un cascaron, pero tampoco es cierto, estoy lleno, exageradamente pesado, tan lleno hasta lo incomprensible. Y ellos me miran con odio y desprecio, la anciana que no es más que un despojo tembloroso de ira; ese hombre con el hacha ensangrentada, mi sangre, la huelo. Y ella, no soporto su mirada furiosa, sus dientes encolerizados que parecen fuesen a quebrarse de tan apretados que están. Intento moverme, pero una enorme fuerza me atrae al suelo y me deja allí inamovible como una lapida, rasguño el piso de madera con mis patas, aulló pidiendo auxilio, pero con la certeza que ninguna manada vendrá a socorrerme. De reojo los veo, a ella gritando y exigiendo al del hacha que me mate lentamente, con mucho dolor, el del hacha avanza y ella sonríe. No lucho mas, espero el filo del hacha entendiendo que no seré mas la sombra solitaria del bosque y que la caperuza de ella tendrá para el próximo invierno un forro de piel suave y calida.
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