El óleo blanco era escaso en la paleta, el amarrillo no estaba suficientemente pálido como deseaba, y no contrastaría con el verde que era la línea de horizonte, atrás del campo de flores rojas.
El aspirante a artista revisó su escasa provisión de pigmentos, para descubrir lo que sabía, no tenia mas blanco, tampoco turquesa y los terracotas eran una cosa dura que ningún aceite de linaza haría útil. Pasó su mano por su cabello castaño, como si lo estuviese alisando, la acción que parecía casual a los diez minutos se transformó en un acto obsesivo, siguió haciéndolo después de pararse del butaco y empezar a caminar por la habitación de dos por dos que era su estudio, dormitorio y guarida.
En el suelo, encima del destartalado armario, apilados, estaba toda su reciente obra: paisajes luminosos, cielos soleados, primavera, calidez, ahí estaban los pigmentos que le hacían falta ahora, y los cuadros que no había podido vender en ocho meses.
Detuvo su compulsiva caminata, se cruzó de brazos, pero no como actitud sino para evitar seguir acariciando su cabello, lo cual, él mismo percibía como un acto de nerviosismo e inseguridad, que muy a su pesar se convertiría en una manía que reflejaría lo débil de su carácter.
Decidió salir de la horrible pensión, caminar por las calles de Viena, que meses antes le habían generado tantas expectativas y que ahora empezaba a despreciar. Él creía que la metrópolis le traería cambios sublimes, él que siempre imaginaba que cosas grandes lo esperaban, cuyo destino sabía no podía estar en la pequeña población rural de su juventud, o convertirse en un simple funcionario público como su padre, él estaba para grandes cosas, pero Viena estaba insultando sus aspiraciones.
Las calles estaban húmedas, el frío del eterno invierno era cruel en una ciudad con tantos desempleados y la gloria de un imperio que se venía abajo. La Aristocracia estaba en quiebra, los vaivenes políticos tras el reciente asesinato del heredero al trono, y el incierto futuro de la unidad del imperio, no permitía que alguien se interesara en su obra artística. Los judíos, los únicos que parecían no sufrir con los cambios, solo pensaban en los intereses, los créditos, las fiducias y las ganancias. Además, para ellos, el arte se había convertido en esas manchas antiestéticas, que muchos artitas, judíos ellos, promulgaban como arte de vanguardia y que la crítica, comprada con dinero judío, reseñaba como actual. Hasta el arte se había convertido en un negocio lucrativo para los judíos.
Giró en la calle Praztziht, para llegar a la Plaza San Jerónimo, donde en los últimos días se habían instalado altavoces, para que los vieneses pudieran seguir los sucesos relativos al ultimátum del Imperio a las naciones separatistas de los Balcanes. La agitación era mayor que los días anteriores, la multitud se aglomeraba en la Plaza; obreros, jubilados, funcionarios, estudiantes. Él avanzó, en un momento solo fue otro individúo mas, una partícula de una masa palpitante, los gritos y consignas acallaban los potentes altavoces. Se sintió invadidopor la emoción que inundaba la Plaza, el único sitió donde no debía estar haciendo frío en toda Viena, empezó a sudar y a sentirse sofocado. Preguntaba al de al lado que pasaba, pero antes que este contestara el avance de la multitud lo arrastraba. Por fin uno tuvo el tiempo suficiente para mirarlo con entusiasmo y gritarle: “Es la guerra, vamos a la guerra”. Él fracasado aspirante a artista se paralizó por un instante, pero sus pensamientos, atropellados y diversos se ataron rápido al digerir la palabra guerra.
No pensaba volver a su miserable poblado, sabía que no podía seguir en Viena, que sus ahorros no le alcanzarían ni para sobrevivir paupérrimamente otra semana; que su futuro fuera el que fuera, estaba cubierta por brumas más espesas, que las de las madrugadas de los puertos de esa ciudad oscura y triste.
“Los Alemanes están reclutando. Viva el Kaiser”, fue el grito que lo devolvió a la realidad de la muchedumbre girando en torno al momento detenido en el tiempo. Siguió caminando empujado por otras manos, perdiendo el sentido de orientación, se quitó la gorra rota, intentó pausar su respiración, su mano empezó a peinar compulsivamente su cabello sudoroso y grasoso. De repente, se encontró ante una fila de escritorios, detrás de ellos, sentados, varios soldados con uniformes del Reich, que parecían más funcionarios que hombres de armas, detrás, varios destacamentos de Dragones. El funcionario- soldado, frente a él, ni siquiera lo miró, empezó a llenar un formulario y le dijo: “Nombres y apellidos”. Todavía estaba peinando su cabello, sus piernas temblaban, la respiración era asmática, pensaba en los cuadros en su habitación que nuca estarían en la casa de un noble austriaco, pronunció su nombre lo mas marcial que pudo: “Adolf Hitler”. El funcionario- soldado escribió el nombre, le solicitó otros datos y sin mirarlo le entregó el certificado de incorporación al Ejército del Kaiser.
CARLOS GIRALDO (Mariquita)