jueves, 5 de mayo de 2011

Felicidad en Baltimore (Autor: Edgar Mauricio Romero- Ibagué. Publicado en la Antología Nacional de Nuevos Escritores del Ministerio de Cultura 2008)

Era septiembre, las hojas de los árboles habían caído, un viento gélido y enfermizo, oloroso a salitre y podredumbre anunciaba que pronto las fiebres arribarían desde el mar para pasearse por las calles de Baltimore. Edgar se aferraba al poste, en cualquier momento caería nuevamente al barrizal. La oscuridad prematura, las luces espectrales de las lámparas del puerto, la bruma, las tenebrosas aguas del Atlántico meciendo los velámenes como almas perdidas; el marco perfecto para narrar una nueva pesadilla. Un puerto; habían dos alternativas para el escritor, que la vida de su personaje encontrara su trágico fin o que escapara en una aventura más allá de la inmunda ensenada. Desafortunadamente Edgar Allan Poe conocía con claridad el destino de sus personajes.

Había llegado a la ciudad hacía tres días y escribió a su prometida Elmira diciendo que haría una estación en la ciudad para visitar a viejos amigos. Pero ni él mismo tenía claridad de por qué había decidido hacer esa parada imprevista e innecesaria. La urbe lo consumió enseguida y se perdió en las calles del puerto.

Volvió a vomitar, aún intentaba aferrarse al poste con una mano, pero sus rodillas ya estaban hundiéndose en la porquería del puerto; escuchó voces, dialectos de gente de muelle, de ralea que se acercaba, que le preguntaban cosas en algo cercano a un inglés, todo fue rápido y la golpiza inició.

Se había emborrachado con whiskey barato de Lynchburg, en establecimientos improvisados entre las trastiendas y los basureros de las compañías mercantes y las bodegas de azúcar. Recordaba haberse acostado con una ramera de no más de trece años, creía haber pensado en Virginia y en el día que había muerto.

Monsieur, s’éveille, l’ont-ils frappé fort.

Un negro buscaba rastros de vida en el inconsciente hombre, quien poco a poco empezó a reaccionar. El negro escuchó pisadas amenazantes, lo levantó sin dificultad y se alejó con él por entre las cloacas.

Al despertar, no vio nada, lo rodeaba la oscuridad y una ansiedad claustrofóbica lo invadió, por un breve momento pensó que lo habían enterrado vivo.

—Creí que iba a morir, monsieur. Eso hubiese sido un problema feo para Marcel.

Edgar no podía ver quién le hablaba, sólo sentía su presencia; pero su inquietud se desvaneció como si las palabras lo arrullaran. Era el peor inglés que hubiese escuchado en su vida, mezclado con el acento francés propio de los negros que habían sido traídos del Caribe a trabajar a las plantaciones de los criollos del sur.

—Marcel hubiese tenido que haber rezado una plegaria par su áme. Y luego hubiese tenido que cortar su cuerpo y echar los pedazos por las cloacas.

Aturdido,Edgar suspiró cuando comprendió en su totalidad el sentido de las frases apresuradas, se llevó la mano a la cabeza y encontró la carne viva y el dolor palpitante de una herida profunda, se quejó. Dirigió sus ojos a donde pensó estaba su salvador y dijo:

—Afortunadamente el buen Marcel es un hombre de fe y no tuvo que hacer lo que debía haberse hecho.

Una pequeña chispa alumbró la cloaca y la luz de una vela iluminó el rostro de Marcel; tendría cincuenta años, sus ojos recordaban historias de salvajismo y sangre, su aspecto era peligroso pero curiosamente alegre. Edgar cerró sus ojos mientras se acostumbraban al tenue resplandor y al volverlos a abrir detalló en la penumbra el pequeño y húmedo espacio en el que se hallaba. Era la guarida de un asesino, de un fugitivo; era lo más cercano a una tumba y, al mismo tiempo, el refugio preciso para no terminar en un calabozo o en una fosa común.

—Sí, tengo fe, monsieur, pero je suis un criminal. Ma no alcanzará para ganarme la salvación, tengo tan sólo ilusión.

Edgar sonrió y el negro le devolvió una carcajada. Marcel le contó cómo lo había encontrado inconsciente, golpeado y semidesnudo entre los basureros de las ciénagas; de las fiebres y los delirios y cuánto había pensado en cortarle la garganta cuando no paraba de gritar.

—¿Cuántos días he estado enfermo?

—¿Enfermo?, vous, je crois que toute la vie —Marcel rió por la ocurrencia—. Aquí en mi demeure, días… no sé. Marcel, hace tiempo que no cuenta los días, no sea que se le acaben. Marcel, es une sombra, c´est un animal qu´il Harcourt les nuits et les rues vides.

—Te comprendo, Marcel, no sabes cuánto te comprendo.

Marcel creyó que se refería a que entendía la mezcla de dialectos en el que se había convertido su lengua, incomprensible para la mayoría de la gente de ese extraño y joven país que era América. Iba a decir algo más, pero vio la tristeza y la muerte en el rostro del otro hombre y la superstición de su alma isleña emergió para inquietarlo.

Vous. Étes un mort.

—Correcto, mi buen Marcel. Por eso necesito un favor.

Edgar caminaba con inseguridad, era de baja estatura y delgado, avanzaba encorvado y mirando el suelo; esa posición y el inmenso tamaño de Marcel que iba a su lado lo hacia ver frágil. Marcel le había conseguido ropa de una talla mucho mayor. Desde su llegada a Baltimore, no se había mirado en un espejo, tal vez había visto su rostro en cristales sucios y en los charcos de las calles. Imaginaba que su pelo negro y ondulado debía estar imposible de peinar, y su fino y delineado bigote en ese momento era un recuerdo. Pasó su mano por el rostro y se tropezó con la barba sin arreglar, se hizo una imagen mental de su rostro, “Un vagabundo” pensó. Miró a Marcel y supo que había olvidado agregar a la imagen los golpes, los días de fiebre y mal sueño, los años de laudano, el dolor; parpadeó y la imagen de su rostro nuevamente apareció pero era otro, sin esperanza. Esa era una descripción más acertada.

Los dos iban por Fells Point. un distrito triste y miserable de Baltimore, la humedad y el frío acentuaba la desolación de las calle. La noche sin luna se iluminaba de vez en cuando por luces marchitas que huían por entre las ranuras de las construcciones de madera; no era un sector bullicioso pero no era silencioso, estaba presente como murmullos del purgatorio, un llanto, un quejido, una infamia. A veces tropezaban con sombras que se escurrían de los callejones oscuros, algunas arrastradas por la inercia y el desconsuelo, y a veces tan sólo por la ebriedad. Toparon con dos o tres cadáveres, asesinados o muertos de hambre, ya no importaba, eran cadáveres que aun en ese estado no alcanzarían la paz, porque nunca en vida creyeron vislumbrarla y menos alcanzarla. Marcel, de un momento a otro, se transformó en un animal al acecho, sus sentidos se agudizaron, agarró a Edgar de los hombros y lo arrastró a una esquina sin iluminar; antes de poder reaccionar, escuchó lo que el negro había sentido con anticipación.

—¿Quiénes son?

—Cállese, monsieur.

Edgar dirigió su mirada a la calle y vio aparecer las figuras. Eran siete hombres arrastrando un bulto en un saco de lona, hablaban una inglés callejero y balbuceante.

—Son basura blanca. Viven en las cloacas de Cross Street, el único orgullo que les queda es ser blancos. Si llegaran a ver a Marcel lo cazarían como un animal, pourplaire. Y a vous lo matarían por aburrimiento.

El bulto tirado en el suelo se movió y se escucho un quejido, algunos hombres del grupo lo patearon, los otros rieron mientras se pasaban una botella de la que bebían, uno de ellos hablando y riendo como idiota siguió golpeando el bulto hasta que este no se movió más.

—Actúan como retrasados.

—Es el vermut adulterado, monsieur. Los hace más peligrosos, quelquebétes.

Una carreta jalada por un asno se detuvo frente a los hombres, el conductor les ordenó subir rápido el bulto que ya no se movía, mientras entablaba una breve discusión con el que parecía el líder de la pandilla. Luego la carreta se alejó y los hombres, insultándose y blasfemando, poco a poco se perdieron por los callejones en busca de una nueva presa. Cauteloso, Marcel esperó un momento y continuó su camino, Edgar lo siguió y, aunque insistió, Marcel no habló más de lo sucedido.

Salieron de Fells Point y evitaron Cross Street tomando una avenida desierta que corría paralela a la costa, tan sólo debieron ocultarse a causa de un par de carruajes de carga. La soledad del paraje, la noche y el rumor del oleaje impregnaron el alma melancólica de Edgar, su mente empezó a divagar y su cuerpo a temblar por permanentes escalofríos, como un adicto necesitado de consuelo.

—Marcel, esto es el mundo. Un lugar miserable en el cual nos gusta revolcarnos.

—No, el mundo es más. La tristessen´estpasdans le monde, está dentro de nosotros cuando se lo permitimos.

—Tú no sabes, yo he recorrido la vida hallando sólo la pena y la tristeza.

—Las ha buscado, monsieur. No ha intentado apartarlas, se ha emborrachado con ellas y ya no ha podido vivir sin ellas, teme vivir sin pena ni tristeza.

—Porque son necesarias, Marcel. Porque es ridículo aferrarse a la belleza y a la vida. Cuando la muerte es lo que te persigue, debes preparar el corazón para el dolor.

—Necesita es una mujer, una de verdad, no ces tristes putes de quai.

Edgar pensó en las mujeres que habían pasado por su vida, las vio tristes y sólo recordó los momentos dolorosos. Pero descubrió que él era el motivo por el que ellas sufrían, que la ansiedad e infelicidad, la oscuridad de su alma era lo único que podía ofrecerles a esas mujeres y era lo único que habían obtenido de él, y él había exprimido esa aceptación sólo para llenar páginas en blanco de dolor y desesperanza, nunca había sido capaz de dar amor y era incapaz de administrar el que recibía, todo debía ser de mala manera.

El cementerio de Federal Hill apareció en la cima de la colina, faltaba poco para que amaneciera y las sombras se ocultaran; sin embargo dos de ellas empezaron a recorrer la miseria después de la muerte. Cruzaron las fosas comunes donde la vergüenza de Baltimore quería ser olvidada, avanzaron por el sector judío y llegaron a las tumbas sencillas y corrientes de muertos sencillos y corrientes. Edgar se arrodilló delante de una tumba descuidada, cubierta por maleza y dientes de león; la cruz de madera carcomida por escarabajos estaba inflada por el salitre y los hongos. Marcel vio cómo el rostro de Edgar, que hasta ese momento intentaba estar sereno, se descompuso; la fiebre pareció darle paso a la locura y gritó un nombre y luego otro y después otro, todos de mujeres.

—Las he matado, ansié estar ante tu tumba buscando el perdón, la salvación. Y sólo voy a encontrar castigo y lo merezco, ¿qué alivio podrías darme? Sólo yo he sido el motivo de que sus corazones no quisieran seguir latiendo.

Empezó a remover la tierra húmeda con sus uñas e intento hundir su rostro también, Marcel elevó una plegaria, quiso contenerlo, pero al tocarlo su instinto le comunico que ese hombre ya no era de este mundo y, como la sombra que era, huyó de los rayos de sol.

—Tristeza, desesperanza. No he podido ofrecer más que vicio y locura, fui incapaz de devolver el amor que se me ofrecía. Y dime, corro a buscarte, a que tú me des razones y el aliento que nunca merecí y mucho menos atendí. ¿Acaso existe algún modo de salvarme?

Siguió rasguñando por un momento la tierra. Levantó el rostro sin esperanza, la brisa del mar pareció besarlo, el sol de la mañana le ofreció un poco de calor y en el sonido de las olas creyó oír un “te quiero”; por última vez recordó un nombre de mujer que se esfumo de su memoria, al igual que Edgar y el dolor. Por fin la alegre ignorancia se apoderó del hombre arrodillado ante la tumba. Miró la cruz y el nombre, ni lo uno ni lo otro le dijeron nada. Se levantó, miro el mar y lo encontró hermoso, dirigió después su mirada a Baltimore y la vio despertándose perezosa, prometedora, con ganas de recibirlo y acogerlo. Sonrió y dirigió sus pasos a la ciudad. Caminó, sin saber por qué, con ganas de vivir ese día como si fuera el último.

Edgar Mauricio Romero

Publicado en la Antología Nacional de Nuevos Escritores del Ministerio de Cultura 2008

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